
Córdoba al 1700. Doce y media de la noche. Las luces interiores del Mac Donalds resplandecen a una calle oscura y a unos veinte pibes de entre 15 y 20 años que esperan que algún empleado del mes deje en bolsas negras los sobrantes de los parroquianos globalizados.
La escena transcurre: dejan los residuos, los pibes se acercan y –de a dos o tres– revisan las bolsas hasta dar con su “cena”. No tardan demasiado en encontrar algo. Algunos comparan la suerte de cada uno a la hora de la búsqueda. Se ríen.
Sigo con la mirada a uno. Sus manos revuelven entre papeles y cajitas felices hasta dar con una hamburguesa a medio comer.
(Ahí hay algo, pienso, e imagino la escena previa: el gesto de saciedad de la persona que dejó la hamburguesa a medio comer, el erutito placentero ayudado por la gaseosa, la hamburguesa en el plato ignorada por su comensal, abandonada a la suerte de una bolsa de residuos. El empleado que recoge la bandeja, luego vaciada a un repositorio, en un gesto corporal automático, sin culpa por la situación que verá cuando estén cerrando el local).
La toma con cuidado, la acomoda, la mira, la muerde, le dice algo a un compañero, mastica, camina por Córdoba...
El resto de los chicos realizan las mismas acciones. Uno a uno se van yendo. Las bolsas quedan allí, abiertas, vaciadas de los restos. La vereda también...
Alguna vez, hace unos 10 años, observe una escena similar en un Mac Donalds cercano a Plaza San Martín. La diferencia era que los que esperaban eran mujeres con sus hijos pequeños.
(Ahora pienso que tal vez pueden ser los mismos pibes de la calle Córdoba. Un modo de la condena: ir a esperar la basura de Mac D. desde niños hasta la adultez pasando por la adolescencia).
Me acuerdo que esa vez me acerque a un empleado feliz para preguntarle por qué viendo a la gente esperando la basura no se lo daban de otro modo. “No nos dejan darles los restos que sobran en la mano”, fue la respuesta.
La escena transcurre: dejan los residuos, los pibes se acercan y –de a dos o tres– revisan las bolsas hasta dar con su “cena”. No tardan demasiado en encontrar algo. Algunos comparan la suerte de cada uno a la hora de la búsqueda. Se ríen.
Sigo con la mirada a uno. Sus manos revuelven entre papeles y cajitas felices hasta dar con una hamburguesa a medio comer.
(Ahí hay algo, pienso, e imagino la escena previa: el gesto de saciedad de la persona que dejó la hamburguesa a medio comer, el erutito placentero ayudado por la gaseosa, la hamburguesa en el plato ignorada por su comensal, abandonada a la suerte de una bolsa de residuos. El empleado que recoge la bandeja, luego vaciada a un repositorio, en un gesto corporal automático, sin culpa por la situación que verá cuando estén cerrando el local).
La toma con cuidado, la acomoda, la mira, la muerde, le dice algo a un compañero, mastica, camina por Córdoba...
El resto de los chicos realizan las mismas acciones. Uno a uno se van yendo. Las bolsas quedan allí, abiertas, vaciadas de los restos. La vereda también...
Alguna vez, hace unos 10 años, observe una escena similar en un Mac Donalds cercano a Plaza San Martín. La diferencia era que los que esperaban eran mujeres con sus hijos pequeños.
(Ahora pienso que tal vez pueden ser los mismos pibes de la calle Córdoba. Un modo de la condena: ir a esperar la basura de Mac D. desde niños hasta la adultez pasando por la adolescencia).
Me acuerdo que esa vez me acerque a un empleado feliz para preguntarle por qué viendo a la gente esperando la basura no se lo daban de otro modo. “No nos dejan darles los restos que sobran en la mano”, fue la respuesta.
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