Una señora en la vanguardia del malón de todos los días en el pasillo del subte fue la primera que lo vio, dudo en seguir, se frenó, pensó en recular pero la marea humana la obligó a seguir (¿no era tan vanguardia o los vientos de la historia la hicieron seguir?). De la marea podían escucharse frases tales como: “Ay, pobrecito”/ “pobre, está pasado de drogas”. Al lado del pibe (pecoso, pelo castaño, desplegado en el suelo) había un yogur. Alguien se había conmovido.
Subo las escaleras maldiciendo al mundo, a la ciudad, a la vieja de recién, a todos, a mí. Camino un par de metros la vereda de Corrientes y recuerdo al inútil policía que todas las benditas mañanas está boludeando en la boca del subte. Sigo caminando mientras pienso: “¿Qué será al servicio de la comunidad para estos forros?, ¿perseguir y cagar a tiros a chorros? ¿a quién cuidan? ¿a los turistas que salen de ese hotel de mierda?”. En esa perorata de ciudadano indignado estaba, cuando decidí darme vuelta y buscarlo para decirle que qué se cree, que proteger a la comunidad no es sólo que no afanen a los turistas, que proteger a la comunidad es también atender a un pibe tirado en el subte, que qué mierda se cree. Eso pensaba mientras lo veía sonreír y charlar muy amigablemente con otro policía más joven. “De qué se ríen”, pensaba y me daba máquina.
Llego, los enfrento y les pregunto con un tono no tan belicoso como el de mi pensamiento (el uniforme todavía sirve para algo):
- ¿Pueden hacer algo por el pibe que está ahí abajo?
- Ya llamamos a la ambulancia. La estamos esperando– me dice entre cortante y podrido de escuchar la misma sugerencia.
- Ah... bueno, gracias– digo titubeando mientras palmeo a uno en gesto de agradecimiento.
Media vuelta y me voy, casi humillado.
viernes, 1 de diciembre de 2006
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