
Las pibas subieron en Lacroze –o Chacarita– a los gritos, a las risas, demasiado desaforadas para la hora que era, las 9:43 de la mañana. Querían que todo el vagón se entere de dónde venían. Y lo lograron.
Las dos se pararon frente a mí –yo sentado–, una de ellas tenía la mochila hacia delante. Reían y hacían chistes. Hablaban de alguien que ahora ellas poseían. “Es todo nuestro”. “Bueno, todo no. La cabeza nomás”. Más risas. Lo tenían ahí, en la mochila, una de las chicas le pasaba la mano a modo de caricia, no paraban de reírse. “Bueno, ahora hay que estudiar, eh, huesito por huesito, dientito por dientito”.
Las dos se pararon frente a mí –yo sentado–, una de ellas tenía la mochila hacia delante. Reían y hacían chistes. Hablaban de alguien que ahora ellas poseían. “Es todo nuestro”. “Bueno, todo no. La cabeza nomás”. Más risas. Lo tenían ahí, en la mochila, una de las chicas le pasaba la mano a modo de caricia, no paraban de reírse. “Bueno, ahora hay que estudiar, eh, huesito por huesito, dientito por dientito”.
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