No salió como lo había imaginado: con la cara al sol, sonriente y el mono colgándole del hombro. Salió como entró, adentro de un celular, a las corridas y a las patadas. Pero salió, después de 9 años, 7 meses y 12 días. El pueblo había quedado lejos, allá en Santiago. Ni una visita en todo ese tiempo y una sola noticia: el padre había muerto.
Un fokker lo llevó a Buenos Aires, los papeles y la libertad. Una libertad con miedo, para qué negarlo. De Buenos Aires a Córdoba a visitar a su hermano médico. Quería saber cómo hacer con mamá. “Está vieja, hace 10 años que no me ve, cómo va a reaccionar”. El hermano médico dio la receta: “En la puerta de la heladera, adonde se ponen los huevos, deje una pastillita rosada, suelta, pero está ahí”.
Allá fue. Los actos políticos recién volvían a empezar, y llegó con uno en medio de la plaza. Y todos lo vieron, y vieron a un fantasma, a un desaparecido. Cómo era posible que esté ahí, caminando entre nosotros después de todo lo que había pasado. Todos los abrazaron, lo llevaron en andas hasta la casa. La hermana apenas lo saludó y, entre lágrimas, corrió a preparar a su madre. La sentó en el patio y simplemente le explicó: “Vino Carlos”.
Dicho y hecho: Carlos entró con la multitud, la madre lo vio y se desvaneció. El recién llegado levantó la voz y dijo casi gritando: “Negra, en la puerta de la heladera, adonde se ponen los huevos, hay una pastillita rosada, está suelta ahí”. Todos quedaron expectantes y en silencio, mientras Carlos sostenía a su madre. La hermana volvió con la pastilla rosa entre sus dedos. Todos miraron a Carlos. Algunos con la boca abierta, otros con los ojos bien grandes. Uno se acercó y lo pellizco; otro, al día siguiente, le pidió un milagro. Carlos sonrió ante cada una de esas situaciones y dejó que el tiempo acomodara todo. Él simplemente era un aparecido.
miércoles, 30 de julio de 2008
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario