martes, 29 de julio de 2008

Fidel


Pueblo costero chico. Marzo, quizá abril, del ’76. Los tres saben lo que se viene. Jorge vio las puertas marcadas con una cruz de tiza en el barrio del otro lado del río. Si no es hoy, es mañana. Hay que preparar todo. Primero los libros. “¿Adónde?”. “Allá, en el fondo del patio”. “¿Un pozo?”. “Sí, un pozo”. La biblioteca quedó casi vacía. Los papeles van a parar a una fogata improvisada en la bañadera. Otros, al inodoro.
-Esperá, hay un problema.
-¿Qué?
-¿Qué mierda hacemos con el perro?
-¿Qué tiene el perro?
-¿Cómo, qué tiene?
- …
-Fidel… Se llama Fidel.
-¿Y?
-¿Cómo, y? ¿Y si nos preguntan cómo se llama?
-Le decimos otro nombre.
-No, no, el perro no responde a otro nombre. Mirá, hagamos la prueba. ¡Fico! ¡Fico!... No sé, piensen otro nombre, no se rían como dos boludos.
- …
- No, en serio, muchachos, qué carajo hacemos.

Al día siguiente, tocaron la puerta. Entraron, revisaron, desordenaron, volvieron a revisar. Todo iba bien, hasta que el jefe del operativo llegó con sus botas al fondo del patio. Se paró frente al montículo e hizo un movimiento con la cabeza como diciendo: “¿Y esto?”.
-El perro…
-… murió hace unos días.

Cuando todo terminó, la puerta quedó marcada con la cruz de tiza.
Y todo siguió. Sin el perro y sin los libros.

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