Antes de doblar la esquina, veo el reflejo de las luces azules que giran. Llego del trabajo. En la calle de casa hay dos patrulleros con la foto de López pegada en la luneta, una decena de policías y dos pibes –menores de edad, ellos– tirados en el piso, boca abajo.
Los vecinos se preguntan qué pasó. “No sé, recién llego”, dicen a coro. Llega la madre y las hermanas de uno de los pibes. “Soy la madre de Salazar”, dice. Alguien les explica qué tienen que hacer. La madre agradece. Un tipo pasa paseando su caniche toy. Dice: “Tenían que ser los de la villa”. Los vecinos rodean la “escena del crimen” y se despachan a piacere con frases por el estilo: “Con estos pibes ya no se puede hacer nada” / “Son incorregibles”. “Pero, qué pasó”. “No sé, no sé, pero esto ya no da para más”. Los pibes siguen en el suelo, los policías revisan sus mochilas, la hermana de uno pide que no los maltraten. La gente continúa con su común decir. Los pibes escuchan, la familia de uno de los pibes escucha, los policías escuchan. Son las 8 y 30 de la noche. Los patrulleros salen con los pibes adentro, la madre y hermanas de Salazar vuelven a la calle Donado, los vecinos vuelven a su hogar dulce hogar a preparar la cena y mirar a Tinelli.
domingo, 24 de junio de 2007
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