
Subte. Línea B. Estación Los Incas, estación terminal. Subo como todas las mañana al último vagón de la formación. Comparto el container con una mujer media dormida, un hombre con su negro maletín y un vendedor ambulante, a quien veo y rozo su mano indefectiblemente todos los santos días cada vez que me deja y le devuelvo hilos coloridos para coser y agujas. El muchacho es sordo. De repente, entra una mujer de la lotería solidaria. (Una vez una amiga me dijo que cada vez que ve a un vendedor de la solidaria no puede dejar de buscar cuál es su discapacidad. Desde entonces, no puedo evitar acordarme de ella y de mirar hasta encontrar o deducir la “capacidad diferente”). Sigamos: la mujer vendedora de boletos de lotería comienza la repartija. Recuerden: somos 3 en el vagón. El sordo, todavía sentado a la espera que el tren arranque, la mira enojado y balbucea algo. La mujer se da cuenta. Lo mira con cara de poca amiga. El hipoacúsico vendedor de hilos le hace un gesto con la mano. La solidaria interpreta y, con mal tono, traduce: “¿Querés que espere el otro subte? Que te crees, que el subte es tuyo”. El sordo, inmutable. La mujer recoge los boletos y baja del coche refunfuñando. El subte arranca, el sordo reparte, nadie le compra nada. Vuelvo a rozarle la mano.
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