Los sigo de atrás. Un policía y un hombre de baja estatura, andar cansino, pelo negro, bien negro. Mi paso apurado los pasa. Bajo las escaleras y me siento en el asiento de siempre. Ellos bajan y entran a mi vagón.
El agente es el oficial E.A. Sosa, es corpulento, morocho, cara recia, tez un poco menos oscura que la de su acompañante. El acompañante va de civil: pantalón de vestir, zapatillas deportivas, camisa blanca con líneas verticales rojas, verdes y azules, un bolsillo lleno de papeles y documentos. Es boliviano y dice:
- Ayer también hubo un baile en ese lugar. Siempre pasa lo mismo, la bebida los pone violentos y siempre terminan a las trompadas. La vez pasada se les fue la mano, sacaron cuchillos, botellas rotas, se tiraron con sillas. No estoy seguro, pero también tienen armas de fuego.
El oficial no lo mira, le es absolutamente indiferente. Pero él sigue:
- Es una lástima porque divertirse está bien pero, a veces, se les va la mano. Lo que pasó con ese cristiano no está bien. Lo patearon hasta que lo mataron. Yo les gritaba que paren, que no sigan, que lo iban a matar. Pero no había caso, estaban enceguecidos, eran como animales. Pobre muchacho.
Termina de decir y, en el tono, busca complicidad con el agente.
- Usted tiene que decir lo que vio. Nada más- concluye, lacónico, el oficial.
Y el testigo calla. Calla para luego hablar frente al juez.
lunes, 26 de febrero de 2007
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario