I.
Charla telefónica. Dónde vivís, qué haces, qué te gusta hacer el fin de semana, a qué te dedicas, ¿te gusta el cine?, qué película, qué gusto elegís cuando vas a tomar un helado, todas esas preguntas que funcionan como excusas para acechar sobre lo que realmente importa al varón de la conversación: si la mina del otro lado del tubo está buena o no.
Entonces…
–¿Te puedo hacer una pregunta?
–Sí, claro…
–Pero, ¿no te vas a enojar?
–No, dale… qué
–¿Sos gorda?
(…)
–Viste, te enojaste.
–No, no me enoje…
–Entonces, ¿sos o no sos?
–Sí, soy gorda y me encanta ir arriba.
II.
Chat en el MSN. El enter dispara mensajes y emoticones vertiginosamente, como balas de salva que van y vienen. De repente, la ansiedad varonil se hace presente desde el tópico más inesperado:
–¿Te molestan las cicatrices?
–No… Además, no creo que alguien tenga más cicatrices que yo.
–Ah… pero, ¿sos impresionable?
–No, ¿por?
(Envía una foto)
(Acepta, se descarga, la mira: la hendidura quirúrgica surca la piel encima de un esternón).
–¿Qué es eso?
–La cicatriz de una operación al corazón.
–¿Tuya?
–Sí, mía.
viernes, 20 de julio de 2007
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario