Pepe Mujica, el reciente presidente electo del Uruguay, fue guerrillero. Habrán visto los titulares de algunos diarios: “Ex guerrillero fue elegido presidente de Uruguay”. La organización donde se jugó el pellejo se llamaba Tupamaros. Como muchos jóvenes de la época, el Pepe tomó las armas contra los gobiernos dictatoriales del momento. En eso, la organización a la que perteneció no se distinguió de muchas otras que hicieron lo mismo, o algo parecido, a lo largo y ancho de Latinoamérica. Pero los Tupamaros tienen en su haber dos historias que merecen ser conocidas. La primera es de película. El 13 de abril de 1971 la friolera de 111 presos (sí, leyeron bien: 111 presos) se fugaron de la cárcel de Punta Carretas por un túnel que conectaba una de las celdas con una casa vecina al penal. Si no fue récord Guinness, pegó en el palo. El otro datito es un poco más controversial pero simpático al fin. En una oportunidad los Tupamaros secuestraron a un empresario muy adinerado. Algo muy común en esa época. Lo hacían para exigir grandes cifras como rescate y, de esa manera, sostener la organización y distribuir lo recaudado con los pobres de los barrios marginales de Uruguay. Bueno, lo concreto fue que no encerraron al buen hombre rico en una pocilga de mala muerte. Lo vistieron como se vestía un obrero en esa época y le dieron el sueldo que ganaba uno de los empleados que trabajaba en la fábrica de él para que sienta en carne propia cómo es vivir con tan poca plata. No sabemos si el tipo aprendió, pero que los Tupamaros fueron originales no hay duda.
lunes, 30 de noviembre de 2009
viernes, 27 de noviembre de 2009
Sobre el miedo en Buenos Aires

1.
Me da miedo la calle. Me da miedo el miedo del resto. El pánico. La mirada de la mujer que está cerrando el portón de su casa y me ve pasar y se sobresalta y desconfía y sé que el corazón se le acelera por unos segundos, porque son las 10 de la noche y la calle está un poco oscura y, de repente, aparece un hombre, yo, medio apurado porque tengo un hambre que me muero y no me quiero perder Ciega a citas. Terror a los movimientos pausados de un tipo que me tantea mientras cierra la puerta de su coche mientras pispea cómo meto la mano en mi bolso para sacar la llave de mi casa mientras activa la alarma mientras se queda tranquilo de que soy “uno de ellos”.
2.
Hoy, tipo 9 y media de la noche, fui a visitar a mi hermana. Cuando entre al palier del edificio, el portero me ataja y sin mediación alguna casi me ordena: “Firmá esto”. Me acerco interesado al papel y me encuentro con una carta mal redactada escrita por la dueña del edificio –arquitecta ella– que solicita al gobierno de la Ciudad que expulse de la vereda par de la calle Córdoba al 1700 a los cartoneros porque “son delincuentes, drogadictos y sucios”. Y ellos, los que firman, “son contribuyentes y ciudadanos de bien”. No me preocupa tanto esto, lo que dice la carta con graves problemas de sintaxis, sino la instintiva seguridad que el portero tuvo sobre mí: el tipo descarta que cualquier persona que traspase esa puerta vidriada firmará la misiva represora y reaccionaria.
Yo leí y dije: “Yo no voy a firmar esto”.
El portero me sacó de las manos el papel y concluyó la conversación con un violento: “No me des ninguna explicación”.
Ninguna explicación era posible.
Me da miedo la calle. Me da miedo el miedo del resto. El pánico. La mirada de la mujer que está cerrando el portón de su casa y me ve pasar y se sobresalta y desconfía y sé que el corazón se le acelera por unos segundos, porque son las 10 de la noche y la calle está un poco oscura y, de repente, aparece un hombre, yo, medio apurado porque tengo un hambre que me muero y no me quiero perder Ciega a citas. Terror a los movimientos pausados de un tipo que me tantea mientras cierra la puerta de su coche mientras pispea cómo meto la mano en mi bolso para sacar la llave de mi casa mientras activa la alarma mientras se queda tranquilo de que soy “uno de ellos”.
2.
Hoy, tipo 9 y media de la noche, fui a visitar a mi hermana. Cuando entre al palier del edificio, el portero me ataja y sin mediación alguna casi me ordena: “Firmá esto”. Me acerco interesado al papel y me encuentro con una carta mal redactada escrita por la dueña del edificio –arquitecta ella– que solicita al gobierno de la Ciudad que expulse de la vereda par de la calle Córdoba al 1700 a los cartoneros porque “son delincuentes, drogadictos y sucios”. Y ellos, los que firman, “son contribuyentes y ciudadanos de bien”. No me preocupa tanto esto, lo que dice la carta con graves problemas de sintaxis, sino la instintiva seguridad que el portero tuvo sobre mí: el tipo descarta que cualquier persona que traspase esa puerta vidriada firmará la misiva represora y reaccionaria.
Yo leí y dije: “Yo no voy a firmar esto”.
El portero me sacó de las manos el papel y concluyó la conversación con un violento: “No me des ninguna explicación”.
Ninguna explicación era posible.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)