Camino por Triunvirato, del subte a casa, hace frío. Levanto la cabeza y miro al frente, y veo, detrás de una puerta vidriada, el palier de un edificio nuevecito abarrotado de personas. Reunión de consorcio. El máximo nivel de organización colectiva a la que puede llegar la clase media porteña. De qué estarán hablando: de echar al portero, de lo mal que limpian los negritos que le baldean los pasillos y las escaleras, en los ruidos molestos de la línea 71, de lo bien que estuvieron cuando salieron a cacelorear todos juntitos.
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Es recordada la anécdota que se vivió en la gran asamblea interbarrial que se llevaba a cabo en Parque Centenario en enero de 2002 después del estallido de diciembre. Una señora bien corregía a un joven cuadro de alguna organización que insistía con la palabra ‘compañeros’.
–No, yo no soy compañera, yo soy vecina.
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Después de los sucesos del lunes 16 me atrevo a afirmar, sin ningún tapujo ni falso impulso irracional, que siento vergüenza de haber salido el 19 de diciembre de 2001 a acompañar a todos esos caceroleros. Vergüenza propia. Me cago en los vientos de la historia que esa puta noche me arrastraron hasta la peronista plaza de mayo. Y no es que obvie los contextos diferentes, pero el sólo hecho de pensarme al lado de los mismos del lunes pasado me da esa cosita que, día a día, va encontrando la palabra justa: odio.