viernes, 21 de septiembre de 2007

Primavera negra


I.
Llegó. Y con ella cientos, miles de pibitos y chicas y niñas y abuelas en los semáforos de la ciudad con cientos, miles de flores en busca de oficinistas que corren rumbo al trabajo, y que deberían agasajar a sus compañeritas o a su amante o a su mujer o a su jefa. Paran, compran, se van, sin mirar a quien les vende. Me detengo en uno. Moreno y Paseo Colón, un pibe de 10 años, morocho, cejas pronunciadas, dientes blancos, pobre. Él sabe que este día hay que vender flores para gente que pasa, rauda por su lado, y que no dejan de mirarlo como lo ven siempre: un cabecita que trabaja en la calle. Con la excepción de hoy, que trabaja para que el oficinista vaya con su primavera a cuesta y haga feliz a sus compañeritas o a su amante o a su mujer o a su jefa.

II.
Llego a mi oficina 15 minutos después de la hora indicada. No hay nadie. En cada uno de los escritorios hay una maceta con flores, envuelta en papel de regalo y un moño como corolario primaveral. La mía, por suerte, está casi marchitada. De hoy, no pasa.

III.
(…)
Un matadero en cada semáforo
y vacas flacas esperando luz verde
la calle se abotona hasta el cuello
para acunar mejor el cuchillo...
con la espalda contra la pared es más fácil tirar la piña
los asesinos nunca amagan
no doy un peso por esta calma...no doy un peso
Primavera negra.
Los caballeros de la quema (1991)

domingo, 16 de septiembre de 2007

El loco de mi barrio

No sé su nombre. Me encantaría saberlo. Aunque pensándolo bien, alguna vez se me presentó, al doblar una esquina. “Soy tal, comandante en jefe de los servicios de inteligencia rusa”. Lamento no recordar su nombre. Pero sí recuerdo el de su perra. Gilda. A la madre le encantaba la cantante bailantera y de allí la gracia de esa blanca perrita raza calle que lo sigue a todos lados. Hace poco vi la situación más conmovedora que no veía desde hacía tiempo: la perra en el balcón de la casa llorando desconsolada y con la mirada en busca de la otra esquina de la cuadra donde estaba su progenitor.
El loco de mi barrio siempre está. Es omnipresente, como dios. Cada vez que uno decide salir a la calle no hay modo de no cruzarlo. Es alto, flaco, pecho encorvado, pelo canoso, bigotes. Va y viene, las veredas son su gloria. Conversa con cuanto vecino se le tope en el camino. Y lo he visto, perseguir a alguien para decirle vaya a saber qué cosa.
Vive solo, en una casa que queda justo en una esquina. Una ubicación muy privilegiada por cierto, y tentadora para esas inmobiliarias que no paran de sembrar dúplex, edificios, PH modernos. Miles de veces me imagine la noticia del tipo muerto. Obvio: la mafia de la construcción inmobiliaria. Y me río imaginando un testamento donde el loco le deja todo a su perra. Pero Gilda no duraría demasiado sin él, moriría de tristeza al poco tiempo.
Esa vez que me lo crucé me mostró cómo hace sentar a Gilda ante la orden sit, me confesó que es espía, que las mesas de votación se pueden averiguar en la comisaría, me habló de Malvinas, creo que me dijo que estuvo allí, en medio de la guerra.
Lo cruzo todos los días, pero hace tiempo que no hablo con él. La próxima vez le preguntaré el nombre.

sábado, 15 de septiembre de 2007

Llanto

Un pibe de 6, 7 años llora desconsolado en la puerta del subte. Pide por su padre. Una mujer se acerca y le pregunta dónde está, si él sabe dónde encontrarlo. “Está en Federico Lacroze”, dice puchereando las palabras. El niño se tranquiliza y, al rato, ya está camino al próximo vagón, con un manojo de estampitas en su mano.
Un hombre dice: “Habría que colgarlos a todos en Plaza de Mayo”. “¿A quiénes?”, pregunta la mujer que ayudó al pequeño. “A los padres, a quién va a ser”. “Lo que habría que tener es un poco más de compasión”, concluye ella.

miércoles, 12 de septiembre de 2007

Vuelo diurno


Llegar en avión a Buenos Aires de día implica perderse ese mar de luces que iluminan el suelo de la noche. Y no puedo dejar de acordarme de un libro no tan conocido de Saint Exupéry, Vuelo nocturno.
Llegar en avión a Buenos Aires de día también supone ver muchas manchitas rectangulares azules en el suelo. Y se ve eso después que el comandante anuncia el descenso, de norte a sur, el norte está estampado de manchitas azules rectangulares. Y eso no es todo: si uno presta atención se encuentra con figuras en el terreno, al mejor estilo de esos mensajes que los extraterrestres dejan en los sembrados yanquis.
Buenos Aires de arriba no duele, pero –a veces– sí.

sábado, 8 de septiembre de 2007

Mercedes


Recital de Mercedes Sosa en el Gran Rex. Canta un tema de Teresa Parodi, “La canción es urgente”. Al finalizar la canción, una mujer grita: "¡Aguante la memoria!", al mejor estilo de un "viva Pappo".
La voz de América escucha y responde:
–¡Nooo!, yo tengo que leer la letra, sino no puedo. Mi memoria ya no funciona como hace unos años. Antes de los recitales me hago imprimir todas, todas las letras.

lunes, 3 de septiembre de 2007

Manu


I.
Uno –muchacho de clase media bien, con laburo, estudios universitarios, acceso a Internet (banda ancha, obvio), cable, diarios (de jueves a domingo, y los domingos dos: Clarín y Página/12), unas bibliotecas con centenares de libros, unos estantes con cientos de CDs, algunas visitas al cine y mucho cine en casa– da por sentado cosas. Como que el agua moja, o que el sol calienta, o que el fuego quema, o que Emanuel “Manu” Ginóbili es Emanuel “Manu” Ginóbili, ese tipo absolutamente reconocido por casi cualquier persona del mundo occidental, y mucho más si es argentino.

II.
Hoy me encontré esperando el ascensor en mi lugar de trabajo junto a una chica encargada de la limpieza del edificio. Limpiolux rezaba su uniforme blanco con tiras azules y verdes. Ella tendría unos 30 años, pero aparentaba más. (Los pobres y los que luchan siempre aparentan más). De pronto, en medio de la rutina que implica esperar al ascensor, vemos emerger desde las escaleras de la cochera a un hombre altísimo perseguido por una rubia. Era él. Flaco, enorme, con barba de tres días y de muy buen humor.
–¿Vamos en ascensor? –preguntó.
–No, mejor vayamos en escalera, es en el primero –le respondieron.
Con mi compañera de pasillo entramos al habitáculo. Algo había que decir. No se podía ser indiferente ante ese momento. Entonces, rompí el hielo:
–Casi viajamos en ascensor con Manu.
–¿Con quién?
–Con Manu Ginóbili, el jugador de básquet…
–Ah…
–¿Lo conoces? Era ese tipo alto, ¿lo viste?
–Sí.
–Juega en Estados Unidos –informo y me siento un idiota –. Y tiene mucha guita –sigo informando para sentirme más ridículo.
La mujer me mira. Su rostro morocho demuestra culpa por la falta de complicidad.
–¿Lo conoces? –insisto.
–No –me contesta tímidamente.
–Ah –atino a esbozar mientras me pregunto por qué carajo esa mujer tenía que conocer a Manu Ginóbili.